domingo, 19 de octubre de 2025

Metafísica y geopolítica del desencuentro

Quienes hayan seguido, ya sea como participantes activos o como observadores, el resurgir del debate en torno a la hispanidad durante este verano - de 2025- habrán sido testigos de cómo este proyecto civilizatorio ha cobrado un nuevo impulso. Este fenómeno, que tomó vuelo decisivo tras la publicación de la obra de doña María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra, ha dado pie a un cruce de corrientes intelectuales, filosóficas y literarias. Aunque también por oportunistas que, al simplificar la historia pasada y presente, terminan por desvirtuar el debate.

En el centro de esta polémica contemporánea subyace una paradoja fundamental al  subestimar sistemáticamente la dimensión metafísica que en su día constituyó la base del mundo hispánico. Se discute el poder, la economía y la leyenda, pero se olvida o menosprecia el sustrato espiritual que lo hizo posible. Esto bien lo sabe Guillermo Mas Arellano.

La unión de Castilla y Aragón se fundamentó en la metafísica católica de los Reyes Católicos que se extendió por el imperio como base del mismo. No es por menor, mencionar que sí hubo abusos, injusticias, explotación y esclavitud. Pero, debe enmarcarse fuera de la Leyenda Negra. Stanley G. Payne, historiador e hispanista estadounidense, ha dedicado gran parte de su obra al estudio de la historia de España y su influencia en el mundo. En España. Una historia única, Payne destaca la singularidad de la historia española y su contribución a la civilización occidental. Su enfoque revisionista busca desmontar mitos y leyendas negras que han distorsionado la imagen de España.

No se puede entender la historia de España sin reconocer la cuestión teológica y espiritual como núcleo fundacional. Lejos de simplificaciones belicistas, fue el pensamiento de sus grandes teólogos —desde Francisco de Vitoria, cuyas Relecciones sobre los indios sentaron las bases del Derecho Internacional moderno, hasta Domingo de Soto y Melchor Cano, que desarrollaron una sofisticada reflexión sobre la licitud de la conquista— el que estableció los fundamentos jurídicos y morales del imperio. Esta singular simbiosis entre expansión y conciencia alcanzó su máxima expresión en el Debate de Valladolid (1550-1551), donde las posiciones sobre la naturaleza y derechos de los pueblos originarios revelaron las profundas tensiones del proyecto imperial. La controvertida figura de Bartolomé de las Casas, cuya defensa de los indígenas —a pesar de las cuestiones acerca de su temprana participación en el sistema de encomiendas— dejó una contribución indeleble, debe comprenderse junto a la de otros religiosos igualmente cruciales.

En el panorama intelectual contemporáneo, autores como el argentino Marcelo Gullo o el español Santiago Armesilla han impulsado con vigor una reivindicación de la hispanidad o iberofonía. Para ellos, este espacio cultural y geopolítico no es una mera nostalgia, sino un proyecto de futuro a escala civilizatoria capaz de confrontar la hegemonía global anglosajona y de ofrecer un polo de soberanía frente a la subordinación al bloque atlantista. Esta visión, sin embargo, no surge en el vacío. Bebe de una tradición filosófica e historiográfica que se remonta al pensamiento metapolítico de Ramiro de Maeztu —quien en su Defensa de la Hispanidad ya articuló este concepto como comunidad espiritual— y encuentra ecos en el materialismo histórico heterodoxo de pensadores como Gustavo Bueno, para quien España constituía una "nación histórica" forjada por un proyecto imperial, no puramente mercantil, sino también cultural. A este sustrato se suman las reflexiones del mexicano Leopoldo Zea sobre la posibilidad de una auténtica filosofía latinoamericana, así como los análisis del historiador Stanley G. Payne sobre la singularidad del desarrollo político español. En conjunto, estos autores tejen un discurso que, más allá de la simple reacción, aspira a fundamentar la comunidad civilizatoria como un actor con entidad propia en el escenario multipolar del siglo XXI.

El propio Payne ha abordado la cuestión de la identidad española en el siglo XXI, señalando que las críticas a España han sido históricamente formuladas por los propios españoles, lo que refleja una falta de autoestima y cohesión nacional. En este sentido, su obra invita a una reflexión profunda sobre la necesidad de recuperar una identidad común y un proyecto civilizatorio que trascienda las divisiones internas.

En este sentido, resulta ineludible reconocer que la profunda fragmentación interna —esa suerte de "anti-España" que mencionaba Gustavo Bueno— constituye uno de los mayores obstáculos para cualquier proyecto de cohesión. Nos encontramos, por un lado, con una izquierda que el propio Bueno calificaría de "indefinida" en sus fundamentos hispánicos y, por otro, con sectores dogmáticos, tanto en un extremo como en el otro del espectro ideológico, donde aparecen imperialistas de tinte abiertamente racista, aferrados a visiones esencialistas que impiden el diálogo. Esta dinámica de enfrentamiento intramuros actúa, en la práctica, como una quinta columna que, sin necesidad de agentes externos, debilita la posición de España y favorece involuntariamente intereses geopolíticos ajenos, al tiempo que alimenta las narrativas disolutivas.

En el contexto del renovado debate sobre la hispanidad que ha caracterizado el verano de 2025, ha surgido un discurso que, bajo el término "hispanchidad", busca deslegitimar la reivindicación del legado hispánico presentándolo como un fenómeno esencialmente migratorio, racialmente determinado y, en última instancia, ajeno a los intereses de España. Esta perspectiva, que reduce la compleja realidad iberoamericana a una simple cuestión de flujos poblacionales basados en criterios étnicos, ignora deliberadamente los profundos lazos culturales, lingüísticos e históricos que constituyen el sustrato común de este espacio civilizatorio. Al caricaturizar la hispanidad como un proyecto extranjerizante y potencialmente anti-español, el relato de la "hispanchidad" no solo empobrece el debate intelectual, sino que niega la evidente realidad de una comunidad transatlántica forjada a lo largo de cinco siglos de intercambios mutuos, mestizaje y desarrollo compartido.

No obstante, persiste una cuestión pendiente e ineludible en el análisis del legado hispánico, particularmente de su etapa imperial que es la necesidad de una revisión histórica integral, que supere los relatos nacionalistas fragmentarios y negrolegendarios, sin caer en una suerte de leyenda rosa. Dicha revisión, de carácter académico, histórico, filosófico, teológico y antropológico, debe emprenderse de manera colectiva y transversal, mediante un diálogo fecundo y continuado entre historiadores e intelectuales de España, México, Argentina, Bolivia, Cuba, Colombia y el resto de las naciones hispanoamericanas. Solo una conversación de esta envergadura, que enfrente las narrativas heredadas desde una voluntad de comprensión mutua y no de confrontación estéril, podrá desentrañar la compleja trama de lo que realmente fue el espacio iberoamericano, lejos tanto de la leyenda negra como de la leyenda rosa.

Por tanto, es crucial reconocer la aparente imposibilidad del proyecto hispanista en el siglo XXI, lo cual no disminuye, sino que acaso realza, la necesidad de repensarlo críticamente. La Hispanidad fue, en su origen, un fenómeno histórico singular, producto de una coyuntura específica y, fundamentalmente, de un sustrato metafísico compartido: la fe católica y el cristianismo como principio ordenador de la realidad. Como acertadamente señaló Marcelo Gullo durante la presentación de su libro Lepanto, la "Fe Fundante" operó como condición sine qua non en la gestación del mundo hispánico y como elemento esencial de su cohesión. Precisamente la ausencia de este fundamento trascendente común en la actualidad —en una era postmetafísica— es lo que revela la profunda dificultad de cualquier tentativa de recuperar este proyecto como un bloque civilizatorio coherente. Sin embargo, esta imposibilidad práctica no invalida el ejercicio de repensar la hispanidad; al contrario, lo convierte en una tarea intelectual más urgente y honesta. Se debe buscar nuevos fundamentos, acordes a nuestro tiempo, para una comunidad que ya no puede basarse exclusivamente en la unidad religiosa y lingüística, pero que quizá pueda hallar su sentido en una misión civilizatoria renovada. Quedaría pendiente completar, en otra publicación, la relevancia de los actores geopolíticos que se opondrían a un proyecto de esta naturaleza, donde el principal -aunque no único- contendiente sería el eje anglosajón-sionista (Estados Unidos, Reino Unido e Israel).

Para concluir, cabe señalar, en términos del profesor Marcelo Gullo, que la relación entre totalidad y singularidad constituye el núcleo de cualquier proyecto civilizatorio viable. La totalidad —el marco cultural y histórico compartido— no obtiene su fuerza de una abstracción, sino precisamente del vigor de las singularidades que la componen. Por ello, fomentar el desarrollo particular de cada comunidad resulta imprescindible. Sin embargo, esta diversidad alcanza su pleno sentido solo cuando se comprende e integra dentro de una totalidad orgánica que la trasciende. El desafío actual de la Hispanidad reside precisamente en que sus singularidades —las naciones iberoamericanas— parecen creer que pueden sostenerse y florecer al margen de esa totalidad que les da significado histórico y proyección universal. Como señalara Marcelo Gullo, la verdadera idiosincrasia de cada pueblo hispánico no se afirma contra el conjunto, sino que se realiza plenamente cuando se enmarca y comprende dentro de la totalidad que le confiere su lugar en el mundo. Cuanto más intentan las partes afirmarse en su pura particularidad, más se debilitan tanto ellas mismas como el conjunto del que, querámoslo o no, forman parte indisociable.